En La Sala Grande resuena la voz intransigente de la vejez. Y en seguida creemos oír como un eco de antiguas palabras: “Soy viuda... ¡antes fui muy seria y no he nacido para convertirme en esqueleto!”. La que habla es una mujer acabada, paralítica, exangüe, postrada en la sala de un asilo. Y habla de un tema casi prohibido en la literatura: la disolución intelectual y física de los seres cuyo fin está cerca. Con voz auténtica y fidedigna. Quien afirma esto respira diariamente ese olor indefinible a ropas tiesas por el apresto, a carne macerada e irritante como el polvo de los graneros, y que rodea, como una aureola nefasta a aquellos y a aquellas que “El tiempo ha excluido de la vida”.
No hay más que una vejez: la suerte de la que yace en un camastro de hospital y la de la viuda sentada en su butaca es una misma. La camisa áspera de la recluida en el asilo cubre igual decadencia que esa coquetería fúnebre bajo la cual, restos humanos, con el corazón palpitante aún, querrían participar en el carnaval de una vida que se deshoja. Los ojos resplandecientes de los ancianos contienen, en su brillo triste, una excusa por seguir luciendo un rostro que se desmorona; pareciendo decir: “¡Sí, soy yo! Todavía estoy aquí”.
Esos seres humanos semipetrificados se asemejan extrañamente, sin embargo, a los adultos y a los niños que ellos mismos fueron. Y a menudo no valen mucho más. En ellos, el querer vivir no se ha extinguido. El deseo, la pasión, el capricho sobreviven. A ninguno, la experiencia de los años había comunicado esa sabiduría o esa serenidad de los bondadosos abuelos que aparecen en los libros.
Una mujer vieja, esposa abnegada y madre tierna, es la débil heroína de esta historia. Sueña en medio de otras mujeres, tan viejas como ella, menos prudentes que ella y que, desde una sala de hospicio, miran a través de las ventanas la ciudad donde se desarrolló su pasado. Pequeñas viejecillas a las que a veces alguien va a ver los domingos, llevándoles ramos de flores o cucuruchos de pastillas, y que aún se hacen llamar “Señora”, ¡huella irrisoria de una antigua condición humana! Señora Jansen, señora Blazer, señora Wilkens... La directora del asilo es compasiva; varias enfermeras y una hermana de la caridad se inclinan sobre los cuerpos enfermos y les lavan las suciedades. Un médico también suele interesarse por los males que aquejan a esas viejas damas. Sin embargo, el contacto se ha roto para siempre entre ellas y los seres vivos que circulan alrededor de sus lechos. Si es indispensable, las más parlanchinas saben callarse: “Cuando estamos viejos —escribe la autora— debemos conducirnos como una persona grande, aunque tengamos tanta necesidad de ternura como un niño”. Y nos damos cuenta de que el tiempo no enseña nada a la gente; pero tampoco las virtudes han sido alteradas por él. Jacoba Van Velde, al describir el fin de una mujer vieja nos relata, simultáneamente, la muerte de una niña.
La sala grande
- Autora: Jacoba Van Velde
- Tamaño: 16 x 23
- Páginas: 124
- Publicación: 2025, abril.
- ISBN: 978-956-9776-56-4
Jacoba van Velde (La Haya, 10 de mayo de 1903 - Ámsterdam, 7 de septiembre de 1985) fue una artista, escritora, traductora y dramaturga holandesa. Su primera novela, De grote zaal (La sala grande), apareció en la revista literaria Querido en 1953 y fue traducida a trece idiomas en diez años, y se vendieron más de 100 000 ejemplares. En 2010, el libro fue elegido para la campaña Nederland Leest (Lecturas Neerlandesas) y se regalaron copias a los miembros de todas las bibliotecas públicas de los Países Bajos. Jacoba era la menor de cuatro hermanos, con una hermana mayor y dos hermanos. Su padre estuvo frecuentemente ausente durante su juventud y su madre era lavandera. Fue a la escuela solo hasta los diez años, pero aprendió por sí misma diferentes idiomas. A los dieciséis años ya había estado asociada a la compañía que luego se llamaría oficialmente Bouwmeester Revue durante unos años como figurante y luego en el conjunto de danza. En 1924 se casó con el violinista Harry Polah; Actuaron en Berlín. Posteriormente formó un grupo con el dúo de baile masculino Pola Maslowa & Rabanoff. Juntos recorrieron cabarets y salas de música de un gran número de países europeos. En 1937 se casó con el actor y escritor Arnold (Bob) Clerx. Ambos matrimonios no tuvieron hijos. Van Velde vivió gran parte de su vida en París, al igual que sus hermanos Geer y Bram, quienes se hicieron un nombre como pintores después de la Segunda Guerra Mundial. Justo después de la guerra, fue agente literaria bajo el nombre de Tonny Clerx, para la obra francesa del autor irlandés Samuel Beckett. En 1947 dejó ese puesto para centrarse en su propia escritura. La obra de Van Velde siguió siendo pequeña; Trabajó principalmente como traductora y dramaturga. Entre otras cosas, tradujo obras de Samuel Beckett, Eugène Ionesco y Jean Genet del francés al holandés. Su segunda y última novela, Een blad in de wind (Una hoja en el viento) (1961), recibió menos elogios de la crítica. Jacoba van Velde comenzó a escribir una tercera novela, De verliezers (Los perdedores), pero nunca la completó.